7.2.11

A cualquier cosa le llaman contemporáneo

(...) El rótulo de pensamiento contemporáneo (o filosofía contemporánea) es goloso, sin duda. Hoy intentan atribuírselo especialmente aquellos que tienen más severas deudas con el pasado, confiando -muchos de ellos no pueden ocultar la tradición de pensamiento mágico-religiosa de la que proceden- en que el nombre haga la cosa, y que -viejo ejercicio de logomaquia- baste con reclamarse de un periodo para estar a la altura del mismo. Pero, qué le vamos a hacer, si algún asunto no es cosa de meras palabras es precisamente éste, por más que tales palabras puedan venir sancionadas por una oficina, un negociado, o incluso un departamento de prensa editorial.

Contemporáneo designa una tarea, implica un desafío, que incluso va más allá del esfuerzo -nada menor, por cierto- por hacer inteligible el presente: convoca a hacerlo habitable. De la única forma que el pensamiento es capaz de hacerlo, esto es, produciendo más pensamiento, dando que pensar, cuestionando lo existente, revelando su contingencia. Dejándonos, en definitiva, ante el ineludible reto de explicitar -y decidir- qué queremos hacer con (y en) este mundo. Esto es lo que una y otra vez escamotean esos nuevos contemporáneos del pasado (como ideólogos, sin duda, se les hubiera definido cuando el término ideología todavía era de curso legal) que intentan quedarse con el santo y la limosna de todo lo que hoy estamos en condiciones de pensar.

(...) Si en su momento pudo señalarse que el ocaso de la idea de futuro había convertido el pasado en el territorio de un conflicto (en muchos casos, en el nuevo territorio de la política) en estos momentos convendría reconsiderar esa formulación y señalar que tal vez hoy el territorio privilegiado del conflicto sea la idea misma de contemporaneidad.

(...) Tal vez esta voluntad de resistencia a un determinado pasado constituya una pretensión desequilibrada, pero es mucho lo que se encuentra en juego. Se trata, en última instancia, de no dar completamente por perdida esa pequeña ilusión en la que se dilucida nuestra supervivencia, a saber, la de que lo que hay no es del todo una condena, sino más bien una desafortunada contingencia.

Manuel Cruz, Babelia nº 1002, 5 de febrero de 2011.

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